Y detrás de este
amontonamiento de saltos, y a la izquierda, y a la derecha,[1] cerca y
lejos, arriba, abajo, allá en las alturas, aquà a los pies, trenzándose
a pechadas con las rocas que, aunque aguantan, retiemblan, otros, y
otros, y otros saltos, cubriendo una superficie de cuatro mil metros:
unos con deslizamientos de culebra, otros con fieros brincos de jaguar,
unos obscuros, resbalando en silencio, otros vistosamente empenachados
de espuma, todos corren en vértigo y al llegar a la arista de los altos
y negros paredones, pierden pie[2] y ruedan al fatal e infinito
derrumbe, y allá abajo, reventados, deshechos, rugientes, siguen su
curso arrastrando en girones su túnica de encaje, mientras del uno al
otro extremo del inmenso anfiteatro de cascadas, entre aquel estruendoso
dislocamiento de violencias, sobre aquel paroxismo, cien arco iris se
tienden como puentes de paz.